Día 6 – 10 de Septiembre de 2.015: Le Havre-Etretat-Fecamp-Honfleur-Caen.
Hoy nos levantamos a las 6,30 de la mañana y cada día somos
capaces de salir antes a la calle. Nos espera un día con muchas cosas y si no
el tiempo no da. Además, es que sobre las 19:00 se paraliza todo.
Dimos una breve vuelta por Le Havre. Es una ciudad que sufrió muy duramente la guerra, porque fue prácticamente arrasada por los bombardeos de los aliados. En las décadas 50-60 fue totalmente reconstruida y ahora es una ciudad de cemento por completo. Incluso su catedral, con su gran torre. A mi no me gustó la ciudad, pero a Cris, que le gusta la estética industrial, le encantó.
Recogemos todo y vamos disparadas para Etretat, en la Côte
d’Albâtre. Al llegar temprano tenemos muchísima suerte y podemos aparcar al
lado mismo de la playa, mejor imposible. Como estamos sin desayunar decidimos
hacer lo propio en un bar al lado del aparcamiento. ERROR. Nos cascan por cada
desayuno 7.90€ (zumo de naranja pequeño, café con leche, cruasán, trozo de pan
con mantequilla cada uno de ellos). A ver si del susto no nos sienta mal, pero
sí necesitamos energía para subir a los acantilados. Al menos, la vista es impresionante.
Acercarse al paseo es una maravilla, una vista preciosa, el
océano, la playa de guijarros (qué está prohibido coger), una piedra súper blanquita. Tenemos el Falaise
d’Aval a nuestra izquierda y el Falaise d’Amont a nuestra derecha. De primeras, nos vamos hacia el Falaise
d’Aval u Ojo de la Aguja, que es un arco natural, formado por la erosión del
mar y que mide más de 70 metros. Antes
de subir, parada en los aseos públicos, y adelante con las escaleras y la
cuesta.
A cada rato nos vamos parando, con la lengua fuera (sobre todo, yo) y
en cada parada parece que no puede ser más bonito. Pero sí que lo es.
Impresionante. Desde allí se ve fenomenal la Aiguille de Belval (70 m).
Cada
vez va subiendo más gente. Allá arriba, mientras Cris descansa en un apartado
del sendero, yo me pongo a hablar con una bretona, entre su medio español, y mi
medio francés, me cuenta que le encanta y que es una piedra muy blanda, muy
blanquita, no como en Bretaña, que todo es más de granito oscuro.
Al final,
llegué hasta un pequeño puentecillo entre roca y roca que después de mucho
pensarlo fui capaz de pasar, aunque era de apenas 5 metros creo, pero que me
tenía…como decirlo…muerta de miedito. Pero es que ya llegando ahí, no podía
quedar sin pasar.
Al llegar arriba, vemos que hacia el otro lado hay un campo
de golf. También vemos el acantilado de enfrente, la capilla que hay en lo alto
y un aparcamiento, así que decidimos que allí iremos en coche, porque ya no
podemos mucho más, pero también, porque si no se nos va todo el día ahí, y
tenemos previsto hacer muchas más cosas.
Al regreso, también vamos haciendo paradas cada pocos
metros, para sacar fotografías desde todos los ángulos posibles. Es
impresionantemente precioso, lo veas por dónde lo veas.
Ya llegando al coche, nos damos cuenta que habíamos aparcado
al lado de la tienda de recuerdos, con lo cual, para dentro de cabeza ¡cómo no!
Todo nos encanta, ¡vaya problemón! Aprovechamos a darnos una vuelta por el
pueblo, ya que aún nos queda un rato del ticket del aparcamiento. Estaban
recogiendo el mercadillo que hubo en la plaza. Nos encontramos a nuestro paso
una casa que es el mercado, ¡qué bonita! Consabido paseo por dentro, y ups, no
se como, ahora tengo un gorro y una bufanda nueva…. ¡Cosas que pasan!
Y ahora vamos para el Falaise d’Amont y como vimos desde el
otro lado, sí que hay aparcamiento. Pero vaya viento que sopla de este lado.
Vemos que hay una capilla y la gente comiendo a su resguardo (fueron más
inteligentes), nosotras posiblemente quedemos sin comer, dada la hora que es.
Las vistas del Ojo de la Aguja desde ahí son impresionantes. En realidad que
hay aquí que no lo sea. Y hacía la otra parte, vemos un monumento con las
banderas francesa y estadounidense. Al acercarnos descubrimos que es el
monumento Nungesser y Coli, es una flecha que domina la ciudad desde 1963 y que
rinde homenaje a los dos aviadores que intentaron cruzar el Atlántico por
primera vez a bordo del “Pájaro Blanco” el 8 de Mayo de 1927 y que fueron
vistos ahí por última vez. El anterior monumento fue destrozado en los
bombardeos.
Y dando una última visual a aquella vista tan maravillosa,
decidimos que ya es hora de bajar y continuar ruta.
Nos dirigimos hacia Fecamp, de donde es originario el licor
Benedictine (Abadía de los Benedictinos). Y como nos encontramos un Carrefour
Express, nos hacemos con provisiones, y en un banco delante del puerto nos
preparamos una comida excelente.
Después de comer nos encaminamos hacia Honfleur, tenemos la
referencia que es el lugar más bonito de toda Normandía. Lo “malo” es que para
llegar allí sin tardar una eternidad tenemos que pasar por el futurista puente
de Normandía que atraviesa el Sena.
Porque la diferencia entre pasar o no por el puente para llegar a
Honfleur, es 50 Km y 1 h ó 140 Km y 2,5
h. En pasta, 5,40 €. Así que no quedó más remedio que pasar por él. Para mí, una experiencia malísima. Por encima
había obras en el carril de la ida, con lo que había un embotellamiento
tremebundo, y luego la circulación se hacía por el carril de la izquierda, la
ida y la vuelta. Mide 2.143 metros.
Íbamos a 50 km/h, y con las manos incrustadas al volante de tal manera que
llegué al otro lado realmente agotada y dolorida. Mientras, Cris iba dentro
como un niño en día de Reyes. Casi pegando botes y no daba abasto haciendo
fotografías, aprovechó el tiempo al máximo al ir tan despacio, y le vino de
perlas nuestro techo panorámico.
Al cruzar al otro lado, en una entrada de la carretera
paramos para verlo desde ese ángulo. Tengo que reconocer que es muy bonito,
pero cada vez le tengo más terror a los puentes y túneles. Tendré que hacérmelo
ver, grrrr.
Al fin estamos en Honfleur. Encontramos sitio en un
aparcamiento al lado del puerto, y le calculamos unas 2 horas. Jooo, se nos ha
quedado cortísimo el tiempo.
Qué pueblo más lindo. Tiene un puerto precioso y con muchísima actividad artística. Hacia el
interior, encontramos la iglesia de Ste-Catherine, construida sobre una iglesia
de piedra destruida durante la Guerra de los Cien Años, por carpinteros de
barcos en el S.XV .
Chulísima, la hicieron de forma provisional y de madera, su
techo tiene forma de quilla de barco invertida, y ya lleva más de 500 años.
Fuera de la iglesia, unos metros aparte, te encuentras con
el campanario. Qué curioso. Nos dicen que estaría ahí para evitar el peligro
que pudiesen ocasionar los rayos.
Nos entretenemos con cada rincón y el tiempo
vuela. Da una pena irse.
Pero es lo que hay, el tiempo de aparcamiento se
termina y aún tenemos camino hasta nuestra próxima parada. Caen.
Pero por el camino, al pasar por la Côte Fleurie nos
encontramos con la rica Trouville-sur-Mer con sus casas a la orilla de la playa
y cruzando el río con la riquísima Deauville, con su hipódromo y su festival de
cine americano (también conocida como el Mónaco de la costa normanda). Ambas
con sus hoteles y casinos.
Localizamos sin problemas nuestro alojamiento, “
Hotel LaFontaine”, nos toca una tercera planta ¡sin ascensor! Para morirse. Ya empiezo
a estar un poco harta de que estos no pongan ascensor en ningún sitio, leñe,
que las maletas pesan. Y por encima, ni pizca de wifi. Menos mal que ya
teníamos localizado nuestro siguiente alojamiento, en previsión de que nos
pillaba en fin de semana.
Y ahora, a dormir, que mañana nos esperan nuevos lugares que descubrir.